domingo, 20 de octubre de 2013

María, Reina de los mártires


Invocamos a María:


Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las oraciones
que te dirigimos
en nuestras necesidades,
antes bien
líbranos de todo peligro,
¡oh Virgen gloriosa y bendita!
Amén.

Lectura del Evangelio de Juan


Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo predilecto, dice a su madre: ---Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: ---Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa. Después, sabiendo que todo había terminado, para que se cumpliese la Escritura, Jesús dijo: ---Tengo sed. Había allí un jarro lleno de vinagre. Empaparon una esponja en vinagre, la sujetaron a un hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús tomó el vinagre y dijo: ---Todo se ha cumplido. Dobló la cabeza y entregó el espíritu.

Jn 19, 25-30

Reflexión:



María es la primera discípula de Jesús que nos ha amado hasta el extremo. Ha vivido a los pies de Jesús lo que significa entregar la vida por los demás. Ella misma se estaba entregando en aquella cruz. María acompaña a su Hijo. Ella nos acompaña a todos. En los días previos a la muerte de nuestros mártires carmelitas de Montoro e Hinojosa del Duque, tenemos testimonios que nos cuentan que ellos animaban a sus compañeros de prisión a rezar el rosario para prepararse, junto al sacramento de la penitencia, a buen morir. Es María la que nos trae consuelo. Sigue siendo ella la que va acompañando ante tantas cruces de todos los siglos a los que son capaces de amar hasta el extremo.

Y yo en mis momentos de dificultad…

¿Siento la presencia amorosa de María en mi vida?
 

Oración final:


Ya todo acabó, María.

Pasó como un vendaval incontenible. Solo queda desastre y silencio. ¡Qué desamparo sentiste! ¡Qué soledad tan fría! ¡Qué sentido perdido!

Pero tú no estabas sola. Tu soledad estaba llena de compañías, María. Tenías tu fe. En ella tu fuerza. Allí tu sentido. Tenías tus recuerdos. ¡Eran tantos! Llenaron tu vida. Jamás nadie quedó con tanta huella de otro. Te consolaron como a nadie en el mundo. Y tenías esperanza, intuías que no todo había acabado, que todo iba a empezar. Le esperabas. ¡Increíble tu osadía inteligente! Con esa riqueza interior, ¿cómo ibas a sufrir en el vacío?

Te enfundaste en tu manto y te entregaste a gozar lo guardado en tu corazón. En ese éxtasis y quietud, alimentas tu fuerza como el oso montañés hiberna en invierno. Ahora ya no había misterio en tu vida. Había raro sosiego y claridad serena.

Asomaba la certeza, entre las amargas lágrimas que surcan tus finas mejillas, que aún manaba la esperanza.